domingo, febrero 12, 2012

Fiebre del sueño (Carta 4)

Querido Pierrot, hoy he tenido que hacer un alto en mis cada vez mas pesados quehaceres diarios para contarte una historia que ha provocado mi tristeza. Hace ya algún tiempo me deleite escuchando una conversación, mas bien un discurso diría yo, de un vagabundo. Un hombre sin vida, repudiado por la sociedad. Sus palabras demostraban que había gozado hasta de los placeres mas pecaminosos así como haber sufrido las peores maldiciones con que las que la vida puede castigar a un hombre de Dios. Su discurso e imagen eran completamente seductores para un alma tan curiosa como la mía.
Hoy pasé por el mismo lugar y me fue casi imposible reconocer al vagabundo. Como a una flor que le habían arrancado los pétalos uno a uno, allí estaba el; reclinado contra una pared sobre un par de sacos de lana, con un aspecto fúnebre que me estremeció. Me acerqué para interesarme por su estado. Cogí sus manos; estaban frías como dos témpanos y llenas de callos, durezas, arrugas y cicatrices. Era el reflejo de una vida de trabajo y supervivencia. Solté un par de monedas que llevaba encima a un mozo y le urgí que acudiera en busca de mi médico.
Entre temblores, balbuceando y casi al borde del delirio me narró algunas de sus aventuras y cuitas, la historia de la mujer que le hizo creer y que más tarde le arrebató la cordura. Al conocer todas su experiencias no podía evitar tenerle envidia y toda la atención que le prestaba me delataba.
Después de eso, exhalo un gélido suspiro que acarició mi rostro. Por un instante se hizo eterno. Sabía lo que significaba: ya era tarde.

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